Hace un tiempo me dijeron que cocinar
es una forma de dar amor. Desde entonces esas palabras han retumbado en mi
mente, pero sobre todo las he asociado con mis recuerdos.
Recuerdo cuando de pequeño la vida en
la casa giraba en torno a la cocina. En ese entonces las dos mujeres en la
familia eran mi mamá (Sisa) y tía Rafaela. Ellas se dedicaban, entre otras
cosas, a las labores culinarias. Nada complicado, ni rebuscado. Simplemente
cocinaban de manera sencilla con lo que había a la mano.
Y, parece mentira, pero luego de mucho
tiempo (recientemente), entendí que cada vez que ellas estaban en la cocina en
sus labores diarias cocinando el plato de turno, lo que estaban haciendo era un
acto de amor. Que no obstante las dificultades propias de la época, día tras
día, una y otra vez, seguían dándonos amor a través de la cocina.
Por lo que a partir del momento en que
oí ese comentario, he respetado mucho más a todos los cocineros y cocineras que
con su labor en la cocina, llevan amor en un plato preparado con sus manos a
otras personas.
Pero también hay reciprocidad en este
acto. Desde el momento que me dediqué a aprender sobre cocina, y luego cuando
preparaba junto a mis hijas los platos que otros degustarían, y que humildemente
les ofrecíamos, veíamos las caras de satisfacción y de agrado, y al oir sus
elogios, entendí que la tarea era muy gratificante, porque era una manera de
recibir amor también desde el otro lado de la mesa.
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